miércoles, 15 de abril de 2009

Luz

En un ataque de oscuridad
rompí una luz en pedacitos
que enseguida
se desparramaron
en remotos rincones de la noche.

Me apuré a juntarlos,
pero llegó el día, el sol,

y algunos pedacitos de luz
se perdieron para siempre.

Por: Juan Mildenberger

Prueba de Amor

(A nosotras... que nos quisimos tanto)
Por Victoria García
Cinco años atrás, en un país que era el mío
Hacía frío en aquella mañana de agosto. Los árboles estaban casi desnudos, los eucaliptos viejos con sus raíces profundas rasgando las veredas. Tu bufanda fucsia, tu saco largo negro y mis manos frías y sudorosas sintiendo lo mismo que aquel día en que caminé con mamá rumbo a la escuela en mi primer día de clase. Tus manos apretaban las mías, jugaban con la excusa de mitigar el frío. En realidad, sólo intentaban darme valor. A pesar de esto, mis piernas temblorosas confirmaban el miedo instalado en mi garganta, en mi estómago, en mi mente. Treinta y cuatro años para llegar a la primera vez.

Podía contar cada árbol que veía desde la ventana del taxi, y sentir un cosquilleo entumecido entre mis dedos flacos.

Había escuchado tantas veces a mis amigas en la preparatoria hablar de su primera vez. Algunas manifestaban la vergüenza de haber tenido que desnudarse frente a alguien nuevo y casi desconocido. Otras, la molestia de ser invadidas por un objeto extraño a su cuerpo y por tener que abrirse relajadamente, sabiendo que serían penetradas sin amor. Más de una confirmó que, para una mujer, su primera vez nada tenía que ver con una fantasía gratificante o cómoda. Y que el estrés provocado les había impedido tener una buena experiencia. Todos estos recuerdos de mis diecisiete años adolescentes, venían a mi mente mientras el taxi acortaba camino.

La ternura de tus ojos me envolvía hasta protegerme, como la sonrisa de mamá al verme llorar cuando pasé el umbral del salón en mi primer día de clase escolar. Tu sonrisa dibujada con perfección tenía la firma de la mano de Dios, el sello de la bondad. Y ese era el mejor regalo a mi valentía de vivir. Sin embargo, eras la culpable de mi actual tormento.

¿Por qué razón tenías que dejarme pasar este miedo y esta vergüenza atroz?, ¿por qué razón no comprendías mi negación continúa?, ¿cuántas veces debía explicarte que yo no deseaba ser mujer?
La excusa de tu actitud era que esto era un acto de amor. Así le llamaste, “una prueba del amor que sientes por mí”. “Vic, si me amas, debes darme esta prueba de amor”, y sonreíste maternalmente, igual que mamá cuando me dijo: “Vic, ya eres toda una mujercita. Hoy irás a tu primer día de clase” y acomodó mi corbata azul.

¡Te adoraba! No dudé mucho en darte el “SI” y dejar en ti la decisión de una cita, día, fecha, hora. Entonces elegiste una fría mañana de agosto, y ahí llegamos: dos eucaliptos frente a la puerta de entrada y un montón de baldosas levantadas en la acera. El cartelito de madera labrado leía: “Clínica de la Mujer Unión”.
¡Qué diablos hacía yo ahí, si nunca en mi vida me había sentido realmente una mujer, a pesar de que mamá creyera la contrario, yo solamente era una nena con mente de nene! Y en ese instante supe de los miedos escondidos: El pánico a dejar el juego del eterno machito interior; reconocer la ausencia del pene que nunca tuve y la falta de los espermas que jamás te embarazarían; aceptar que solo es la imaginación de hacerte sentir más que tu propio marido de díez años; asumir que mi cuerpo tenía vagina, óvulos, ovarios, trompa de Falopio y útero por más que yo fantaseara con un par de huevos cuando me masturbabas; dejar el juego que tanto te gustaba cuando hacíamos el amor; dejar obligadamente por un momento, el ser quien creía ser y enfrentar la realidad de lo que no quería ser, el saber que era también mujer (lo demás, ¡puro cuento!); aceptar que sólo era un cuento creerme Don Juan cuando tus ojos llenos de placer entregaban tus orgasmos en mis manos. Sí, definitivamente al entrar allí dejaba de ser ese machito que tanto te gustaba imaginar en mí y que tanto me había creído yo.

El abrir de piernas anual a un ser desconocido, llamado ginecólogo, no era para mí. Eso era para las mujeres como tú, que se casan y sueñan con ser mamá. Realmente, ¿cuándo creíste que yo era mujer?, ¿a caso no te conté que mi papá estaba frustrado porque jamás jugué con las muñecas que me regaló?, ¿que desgarré el vestido rosado con botones dorados que mi mamá me había puesto para ir a misa un domingo, porque yo odiaba las faldas y ella no lo entendía?, ¿que quería ser trailero para viajar por el mundo en un trailer y amar muchas chicas?, ¿que nunca pude jugar a las mamás sin dejar de ser yo el papá, ni a las enfermeras sin dejar de ser yo el doctor?. ¿Te enamoraste por mis actitudes de mujer fatal o por mi espíritu masculino?
“Clínica de la mujer”, y ¡¿qué tengo yo de mujer?! Pero ahí estamos las dos. En la sala de espera que se convierte en una sala de tortura, entre las mujeres embarazadas y los llantos de niños pequeños que taladran mis oídos de mujer sin instinto de llevar un bebé en el vientre durante nueve meses. Yo, obligadamente sintiéndome la peor de todas cuando me preguntas: “Vic, ¿cómo es posible que jamás te hicieron un Papanicolaou?”

El único “papá” conocido era el mío, y no se llamaba Nicolaou; así que, ¿cómo explicarte? Mejor te miro con mezcla de vergüenza, ignorancia y miedo, y digo, “y no sé. . . ¡Yo qué sé! Jamás pensé en venir. Si nunca me dolió nada, además esto es cosa de mujeres; ¡yo no soy mujer!”

Ya estoy ahí, no puedo escapar. Una señora chilena con sonrisa bonachona sentada tras un escritorio de metal escucha atentamente tu petición de estar a mi lado para infundirme valor, pues es mi primera vez. Te presentas como mi pareja y parece no asombrarse mucho. Me parece extraña su actitud, ¿acaso las lesbianas iban al ginecólogo y yo no sabía? Quizá esta señora esté más acostumbrada que otras doctoras.
Para aflojar mis nervios me habla de su país, y tú le cuentas que yo viajé mucho por el sur de Chile. Así que como partido de ping pong se pasan la pelotita por arriba de la red; no digo ni palabra al respecto. Luego de este preámbulo comienza el interrogatorio:
-“¿Edad?”
-“34”, acomodo mis piernas cruzadas a lo John Wayne.
-“¿Métodos anticonceptivos
usados?”
-“Ninguno. Soy lesbiana; no uso condón”, respondí riendo entre nerviosa y canchera; pero parece que mi chiste no le gustó mucho.
-“¿Última relación sexual?” Te miro y te ríes cómplice.
-“Pues la noche anterior”, digo, recordando que se suponía no debía tener relaciones sexuales la noche anterior para no tener flujo vaginal durante el examen.
-“¿A qué edad tuvo su primer relación sexual?”
-“A los diecisiete, creo”, pues nunca me quedó claro la edad.
-“¿A qué edad tuvo su primer menstruación?”, anota y llena casilleros.
-“Creo que a los 15”, y me acuerdo cuando creía que estaba con alguna enfermedad porque no me paraba la sangre ahí abajo. Ese ignorante de mi padre que nunca me explicó nada y mamá que no estaba ya a mi lado para responderme justo en la edad más complicada: mi adolescencia. Y a falta de ella, las vecinas son buenas para decir: ‘Bueno nena, ya no podés andar jugando con los varones porque te pueden hacer un hijo!’
-“¿Cuántas parejas sexuales ha tenido?” Y ahí sí, me mata la pregunta.
-“No sé, nunca las conté”. Por arriba de los lentes me mira; te mira. Me miras; te miro.
-“¿No sabe con cuántas personas tuvo sexo en su vida?”
-“Y no, tengo mala memoria” y ya quiero que me trague la tierra; pero en Montevideo es imposible, no existen los terremotos, ¡pucha!
Esta mujer no entiende que en cuánto más mujeres uno tenga en su vida, más machito es; se trata de un cuadro de honor y prestigio.
-“Bueno, ¿más de cinco?”
-“Sí”.
-“¿Más de diez?”
-“Sí”.
Y la mujer creo se da por vencida y siento tu molestia al escuchar mi respuesta. Te quiero hablar con la mirada, ‘Si hubieras aparecido antes, no hubiesen sido tantas, te estaba buscando, amor. Solo quería encontrarte y quedarme contigo’.

Pero tengo que subirme a la camilla, sacarme la ropa, abrir las piernas y siento que no soy yo. ¡Yo no me abro de piernas! Por algo siempre supe que jamás tendría hijos; pobres mujeres. Bueno, será sólo esta vez, la primera vez; total es por amor.

Pierdo un poco la noción del tiempo cuando miro como se coloca sus guantes, como agarra el espéculo y, ya, siento que me voy a desmayarme.
Cinco años más tarde en otro país que no es el mío
Hoy es una templada mañana de octubre, día de tu cumpleaños. Aquí no hay Eucaliptos con raíces profundas ni veo árboles alrededor, sólo cemento por todos lados y largas limusinas. Las baldosas están perfectamente alineadas, y mi bicicleta me espera en el parquímetro exactamente en la puerta de entrada.

¿Dónde habrá quedado tu saco largo negro y tu bufanda fucsia? Mis manos sin tus manos metidas en los bolsillos. No veo tu mirada tierna intentando protegerme ni la firma de Dios en tu sonrisa perfecta. Mamá tampoco está conmigo para acompañarme en este camino a casa.

Acabo de salir de un edificio muy lujoso de diez pisos con vidrios espejados.

A mi espalda se lee un cartelito de bronce muy brillante “Beverly Hills Diagnostic Cancer Center”. No siento miedo al abrir el sobre con el resultado del ultrasonido; tampoco ansiedad, pero prefiero abrirlo ahora antes de seguir camino. Nadie será testigo de mi valor ni de mi debilidad cuando necesite el abrazo que me diga “No estás sola”. Me haz enseñado a estar sin vos, como mamá me enseñó a estar sin ella. Y puedo saber que ese abrazo vendrá del cielo o de mí misma.

“Tumor” leen mis ojos nublados, “lado derecho del útero… 8 cm”.
“Tumor” escucha mi mente en silencio. ¿ Me quedará poco tiempo de vida?
“Tumor” y se me viene aquella mañana helada de agosto en Montevideo rumbo a mi primera visita con el ginecólogo. Siento tus manos apretando las mías, veo la sonrisa de mamá. La firma de Dios en su sonrisa perfecta.
¡Mierda!, ¡quién me manda a ser mujer!.
“Vic, hay que ir al ginecólogo una vez al año”, y tu ternura me abraza. “Vic, dame la prueba de tu amor, vamos al ginecólogo juntas”.
Y tenías razón.
Publicado por cortesía de “Impacto!” APLA, CA. (Los Angeles, 2004)

Por: Victoria Garcia

La pluma dorada

La estación prácticamente vacía adorna maliciosamente mi soledad, a lo lejos gritos de vendedores de café y otras chucherías rompe la continua sonoridad del silencio impaciente y oportuno de un viaje como tantos otros. La silueta de una mujer acercarse meneando exageradamente sus caderas irrumpe la escena de una noche fría e invernal, su vestimenta de faldón extremadamente breve y abrigo de piel barata delatan prejuiciosamente el oficio de tal luciérnaga de la noche, al pasar junto a ella un olor rancio a colonia inglesa y transpiración apagan bruscamente mi deseo carnal hacia esa mujerzuela de sábanas raídas.
Luces en el andén y el característico ruido de aire comprimido de los frenos avisa inconfundiblemente la llegada de mi autobús, apresuro mi caminar y subo sigilosamente peldaño a peldaño las no muy cómodas escalinatas; el aire caluroso y pesado contrastan enérgicamente con la destemplada noche exterior; rostros semiadormecidos y demacrados, muchos de ellos con claras expresiones de molestia, me observan pasar sin detener su mirada en mis detalles de hombre embrutecido por la rutina, mis ojos buscan resueltos el asiento 28, fijación indeleble como tantas otras de mi personalidad, después de mínimos esfuerzos oculares tomo posesión de lo que por plata me pertenece, al menos por unas cuantas horas más. ¡Suerte la mía!, el asiento 27, por fin desocupado, que placer y relajo el no tener que aguantar a viejas regordetes o vecinos habladores.
La marcha del bus transporta mi atención a la inagotable oscuridad del reflejo vidrioso del paisaje campestre, al contemplar el rodaje fílmico de casas rústicas y espinos encorvados mi pensamiento se quieta en discontinuas reflexiones de errores amorosos pasados, proyectos siempre inconclusos e idealismos al límite de la locura e irrealidad absoluta; ¡ese soy yo!, el más fiel admirador de la mentira cicatrizante, fantasista por naturaleza y por opción absoluta, un instante me basta para transportar la lógica y la razón a los escondrijos más absurdos e irrisorios.
De pronto, un frenazo brusco quiebra oportunamente tanta meditación intrascendente, las amarillentas luces internas se encienden sorprendiendo a muchos como yo en relajadas y descolocadas posiciones. El rudo ventanal que aún me mira de reojo deja entrar la delgada silueta de una mujer, una voz sencilla y alegremente femenina despierta el trasnoche caldeado.
- Disculpá, ¿está ocupado el asiento?, -sus labios moldeados a modo de risa segura de su agrado y belleza terminaban formando una dulces y pronunciadas margaritas en su rostro enmantado, sus ajustados jeans azules daban forma a una figura sobrecogedoramente hermosa, al sentarse su rostro trasuntaba una expresión misteriosa de secreto placer que la envolvía.
En mi agradable turbación no podía entender “el por qué una mujer como ella se había sentado al lado mío, existiendo innumerables asientos desocupados en esos momentos”.
Mi cinismo, pero sobre todo, el miedo a enfrentar una conversación con ella imponía en mi ánimo una nerviosa y tensa situación que vislumbraba no podría manejar con la más mínima calma y propiedad y que delataría mi soledad y nulo éxito en el amor. No me quedaban muchas opciones, y el tiempo era escaso para tomar una de ellas, o me bajaba un sueño fingidamente profundo o regresaba desconcentradamente al cristal empañado y a mis eternas divagaciones idealistas, opté por lo segundo, pues, en mis deseos ocultos anhelaba poder tocar aunque sea con mis palabras, esos labios, ese rostro, y ese cuerpo.
De reojo pude apreciar que ella insistentemente me observaba como tratando de buscar el preciso instante o la precisa excusa para romper aquel silencio e indiferencia; aquellos instantes, al percibir el inminente contacto con aquella portentosa mujer, fueron de una pasmosa inquietud y pavor; sin duda, no sabría cómo responder a tal desafío, sin que mi embobada y nula experiencia con mujeres como ella quedara en evidencia. Un frenazo brusco samarreó repentinamente nuestros cuerpos, ella con rostro angelical, casi imperturbable, me miró y con risa segura y llana exclamó de sus labios:
- Menudo chofer éste- su acento argentino, no reconocido por mí anteriormente, acariciaba mis oídos como la más armoniosa canción de Annie Ross.
- Con sonrisa profesionalmente vendedora, conteste- Ah… sí…
- De dónde yo vengo, seguro que a este pelotudo le quitan la licencia en el acto.
- Con risa menos marcada- Aquí no pasaría eso, la mayoría de los choferes corren como locos.
- Bueno, en todas partes hay personajes así –conservando una risa de amabilidad y sencillez- y vos viajás muy seguido.
- Bueno sí, por mi trabajo.
- Y disculpá la patudés, pero, ¿a qué te dedicás?
- Soy escritor de cuentos- contar puros cuentos es lo que hago ahora, lo bueno de decirlo es que pareciese que la gente al escuchar que escribes ya no te miran como un tonto gueón que apenas vende libros –Y tú, qué haces.
- Mirando sigilosamente su reloj– ¡Yo!, estudio, voy en el último año de Literatura Anglo- Hispánica; pero vos, ¿qué tipo de literatura escribís?.
- Umm… de todo un poco, pero me tiran más las de temática existencialista.
- Ah… así como Dostoievski…, a mí me fascina ese tipo de novelas– mirando otra vez el reloj.
(Parece que no me creyó mucho, o la estoy aburriendo, la mirada a su reloj la delata).
– No, nunca pa’ tanto, yo escribo cuentos no ma’, todavía no me lanzo con las novelas, es mucho más complicado por el tiempo que hay que dedicarles.
- Pero yo que vos me arriesgaría a probar con la novelas, de seguro te iría fenómeno-mirando su reloj.
(Con risa irónica, si supiera que no escribo ni cartas y voy a ser capaz de escribir una novela, con qué ropa).
- No creo, seguramente hay miles de escritores mejores que yo, y que las editoriales ni los pescan.
- Con ceño seguro y firme- Pero si vos sos un genio, no podés dejarnos con la ilusión de leer alguna de tus obras maestras.
Con semblante de sorpresa y un poco de molestia:
- ¡Oye!...
- Fernanda, me llamo Fernanda Almoracid- estira confiadamente su blanca y tersa mano para estrecharla junto a la mía.
(Hago lo mismo pero con un leve gesto de desconfianza en mi mirada).
- Yo me llamo Roberto Salazar- Esta mina de seguro se dio cuenta que estoy mintiéndole y me está agarrando pa’ la palanca- No te burles así por favor- con gesto de risa desabrida-, yo sé que no tengo ni pinta de escritor, pero quién sabe el día de mañana, uno no predice el futuro.
- Mirando nerviosamente su reloj y con voz entrecortada por la emoción- Te equivocás si pensás que me estoy burlando de vos, lamentablemente no te puedo decir mucho, pero no podés dejar de escribir, millones de personas como yo en el futuro disfrutan y admiran la profundidad de tu narrativa- suena la alarma de su reloj y ella refleja su desagrado en sus delicadas facciones y penetrantes ojos azules- Me tengo que marchar, se me acabó la pasantía; Don Roberto, fue un verdadero orgullo y emoción haberlo conocido en persona, desearía que en su tiempo fuera tan reconocido y valorado como en el mío, tomá- entrega una pluma dorada con tinta azul, incrustada la inscripción latina “Ab alio expectes alteri quod faceris”, esperé mucho tiempo por éste grandioso momento en mi vida, en nombre de mis profesores, mis compañeros de Literatura y el mío propio le entrego este pequeño recuerdo.
(Atónito Roberto observaba y escuchaba las sentidas palabras de Fernanda sin poder comprender en su real dimensión la fuerza y franqueza de sus expresiones, le parecía que era todo irreal, un sueño idealista más, como tantos otros en su rutinaria vida, un beso húmedo y tibio sintieron sus labios al encontrarse con los de aquella muchacha misteriosamente hermosa).
- La observé alejarse lentamente por aquel angosto pasillo, en su marcha y mi embelesamiento mis ojos se llenaron repentinamente de lágrimas hasta cegarme completamente, sentí que alguien tomaba tímidamente mi brazo derecho y una voz insistente me decía.
- Señor, señor…
- Como traído de un sueño profundo y reparador dirigí la mirada hacia mi derecha y vi un muchacho de camisa blanca y repuse soñolientamente - Sí, ¿qué pasa?.
- Disculpe que lo despierte, su pasaje por favor.
- Todavía un poco aturdido y desconcertado- Sí claro, tome.
- Gracias, se va a bajar en el terminal Central o en el Constitución.
- En el terminal Constitución por favor; disculpe, no vio usted a una señorita alta, de tez blanca y ojos azules sentada al lado mío.
- Pequeña pausa y con movimiento suave de cabeza- No señor, ¿por qué?, ¿pasó algo?.
- Ah, no, por nada; oiga en cuanto rato más llegaremos a Osorno.
- Bueno señor hacen como 10 minutos nomás que salimos, yo creo que en dos horas más.
(El semblante de Roberto palideció por la confusión y el desconsuelo de haber posiblemente imaginado tan extraño sueño, en su mente todavía permanecían vívidas las imágenes de aquella muchacha hermosa de inmensos y hondos ojos azulados, pausadamente indagó a su alrededor y detuvo su mirada en algo que brillaba a sus pies, para saciar su curiosidad se agachó y cogió el objeto, la sorpresa irradió nuevamente su rostro al observar la lapicera dorada con la inscripción “Ab alio expectes alteri quod faceris”, su mirada por unos largos instantes divagó en el lejano horizonte de su ventanilla, y contemplando nuevamente la pluma, de sus oscuros y gruesos labios brotó espontáneamente una irónica y placentera sonrisa).





FIN

Por: Hector Mauricio Crisosto

EL OTRO KLAUS

Otto Glessner entró en la cervecería Heidelberg que se abría en una de las populosas esquinas de la plaza Oberagen de la ciudad de Zurich. El ambiente, al entrar, olía a cerveza, generosa y espumosa cerveza que los camareros escanciaban en jarras de barro de todos los tamaños, a salchichas de Frankfurt y a tabaco de pipa. Buscó por el local, rápidamente, hasta que su mirada topó con la del hombre de la gabardina.
"En la cervecería Heidelberg, a las seis, estará su contacto. Lo reconocerá por su gabardina blanca, por la montura de sus gafas dorada y por un ejemplar de "Frankurt Main" que llevara bajo el brazo".
Otto Glessner se aproximó al individuo de la gabardina y tomó asiento en su mesa.
─ Herr Koenig, me imagino.
─ ¿Y usted debe ser Otto?
─ Kostner me dijo que usted me daría instrucciones.
Koenig no miraba de frente, cosa que a Otto no le agradó. Koenig tenía una cara pétrea, unos ojos pequeños, unas arrugas pronunciadas, esculpidas en la frente por el cincel de los años, la barbilla tan cuadrada que no parecía humana. Abrió los labios ligeramente para dejar pasar un sorbo de cerveza y luego habló en voz baja, mirándose las gruesas manos mientras hablaba.
─ Vaya al excusado. En la cisterna encontrará una bolsa de plástico con todas las instrucciones. Dentro hay un billete de tren, una pistola Luger con su cargador completo y una fotografía. La fotografía no es muy clara, pero es lo único que tenemos de Klaus.
─ ¿Klaus? ¿Nadie me había hablado de Klaus?
─ Ese hombre no debe bajar del tren.
─ Pero a mí nadie me había hablado de eliminar a Klaus.
─ ¿No se echará atrás ahora? No lo podemos consentir. No hay otro hombre. Si Klaus consigue llegar hasta la frontera alemana nuestros hombres del interior caerán de forma inexorable. ¿Entiende cuál es su responsabilidad?
─ La entiendo.
Y guardó silencio, hasta que el hombre de la gabardina se levantó, pasó por su lado y le susurró antes de perderse entre los parroquianos que inundaban la cervecería Heidelberg.
─ Buena suerte.

***

Otto Glessner se encerró con llave en su habitación. Hacía frío, pero la señora Girondelle, que había heredado de su difunto marido un enfermizo sentido del ahorro, se negaba a encender la caldera central de carbón aduciendo que aún no habían entrado de lleno en el invierno.
Otto, estremeciéndose, se metió dentro de la cama sin desvestirse; sólo se sacó los zapatos con las puntas de los pies, mientras se frotaba las manos. La noche caía en la ciudad de Zurich y las mortecinas farolas inundaban con su luz amarillenta las calles húmedas de la urbe.
Desde que había tomado de la cisterna del lavabo de la cervecería Heidelberg la bolsa de plástico que contenía el billete de tren, la pistola Lugger y la fotografía de Karl, una sensación de angustia y frío le dominaba.
Bernstein no le había informado bien en qué consistiría su misión. Bernstein había omitido deliberadamente revelarle que debía matar a un hombre. ¿Por qué él, que no se había distinguido precisamente en actividades armadas, cuyo labor era, simplemente, la de mero correo de la organización? La razón de ello se le escapaba. ¿O quizá se tratara simplemente de probar su fidelidad, de poner a prueba su lealtad?
Otto había visto la muerte en dos ocasiones, y la sensación que le produjo aquello le hizo perder el apetito durante semanas. La primera de aquellas muertes fue un ajusticiamiento, alguien había soplado que Lucas el Carnicero, apodado de esa guisa porque en la vida civil, antes de que estallara la horrenda guerra, estaba empleado de matarife en una granja de Rusembrock, ─ en broma se decía que del roce diario con los cerdos se le había pegado un cierto olor desagradable y también la tersura rosácea de su piel ─ era un traidor, un nazi infiltrado en la organización, y el delator había aportado pruebas que a los cinco miembros del comité de decisión les parecieron concluyentes e irrefutables. Otto asistió a su ejecución en un viejo almacén de telas, abandonado y oscuro, una ruina que pronto iba a ser demolida. Lucas el Carnicero estaba pálido, sudaba, temblaba y tartamudeaba tratando de dar toda clase de explicaciones mientras el verdugo, un tal Loester, un tipo frío y calculador, ajustaba el silenciador a su pistola. Sólo oyó un zumbido y luego una silueta que se derrumbaba en la penumbra y el ruido sordo de ochenta kilos de carne cayendo sobre el suelo del almacén. Y después frío, un frío espantoso.
El segundo muerto que vio fue su padre. Hacía tiempo, desde la desaparición de su atractiva madrastra Berta con un agente de seguros con fama de conquistador, que el señor Glessner había decidido echar un pulso a la bebida. Era frecuente encontrarlo trasegando cervezas en las tabernas que cerraban más tarde, sentado en las escalinatas del puerto, con la vista fija en el agua oleosa, con una botella de vino en la mano o completamente echado sobre la acera de cualquier calle del barrio portuario. Aquella noche Otto se despertó al sentir un golpe sordo seguido de un grito ahogado y un gemido entrecortado. Al pie de las escaleras yacía el señor Glessner, víctima de la última y definitiva borrachera, con el cráneo quebrado y un cerco de sangre circundando la coronilla.

***

En la estación de Kronisberg el bullicio era similar al de cualquier jueves. De Kronisbger, nudo ferroviario de Zurich, partían los ferrocarriles que llevaban hasta la frontera de Schaffahusen y los Alpes italianos, por ello no era casual que coincidieran en el mismo andén tipos tan desparejos como los cetrinos italianos del sur que, agotada la temporada agrícola, volvían a sus tierras ufanos de sus ahorros, los circunspectos suizos o los alemanes en viajes de negocios que regresaban a su país.
─ Último aviso a los pasajeros con destino al Schaffausen. Tren 8 estacionado en la vía 4 iniciará en breve su trayecto.
Permaneció hasta el límite de tiempo en el andén. Se había pasado la noche anterior en vela, en la habitación gélida de la señora Girondelle, mirando una y otra vez la foto de Klaus hasta estar seguro de haberla memorizado, de saber identificarle y localizarle. No era un tipo vulgar para su suerte; piel blanca y ojos claros, azules o verdes, no se podía apreciar en la fotografía, nariz grande para el prototipo de ario que trataba de exportar el III Reich, cejas espesas que casi se juntaban en los extremos de los arcos supraciliares.
Oyó un silbido y vio como el vagón más próximo experimentaba una sorda sacudida. De un salto se encaramó al estribo y luego ascendió despacio los peldaños mientras el tren, a trompicones, cogía velocidad y dejaba atrás los andenes, la estación, la ciudad, y se internaba, voraz, por el interior de un valle otoñal.
─ ¿No encuentra su compartimiento, señor?
Otto movió la cabeza, expresivamente, mientras alargaba al jefe de tren el billete.
─ Está en la cola, el último vagón.
─ Muy amable.
Esperó a que el jefe de tren pasara al siguiente vagón para comenzar la inspección del convoy.

***

Otto examinó a conciencia todos los vagones. Indagó en los compartimientos a través de las puertas acristaladas o, cuando tuvo alguna duda sobre la identidad de algún viajero, se internó en el interior de ellos pretextando que no encontraba su asiento. En el segundo vagón, junto al de cafetería, encontró un individuo que bien podría ser Klaus, pero su estatura no coincidía con la que Bernstein le había indicado en el dorso de la fotografía, metro ochenta; aquel tipo escasamente haría el metro sesenta, lo pudo medir pese a hallarse sentado entre dos mujeres y ligeramente ladeado en su asiento. El otro posible Klaus, que halló tras recorrer todo el convoy y cruzarse de nuevo con el jefe de tren, al que contestó a su pregunta de si ya había encontrado su compartimiento con un efusivo "Sí, gracias", estaba de pie en uno de los pasillos, oteando el paisaje por la ventanilla bajada, aspirando el aroma del valle al atardecer. Era un tipo alto, fornido, y era bastante similar a la fotografía que guardaba en el bolsillo, parecido en todo menos en la tonalidad del pelo, mucho más oscuro el de la fotografía que el del presunto Klaus.
Podía serlo como podía no serlo. ¿Cómo estar completamente seguro de que ese hombre era el que buscaba? ¿Cómo cerciorarse de ello? ¿Por ser el que más se parecía de todos los viajeros que había inspeccionado? Aquello no era determinante. Podía existir un margen de error y fracasar su misión. Asesinar a un falso Klaus tendría entonces una doble lectura de fracaso. Primero asesinar a un pobre inocente, privarle de la vida, y hacerlo él, que tanto odiaba la maldita misión, que tan incómodo se sentía en ella; segundo, dejar en libertad al verdadero Klaus, con lo que la red interior quedaría totalmente desmantelada y sus compañeros serían masacrados y él, con todo seguridad, objeto de una ejecución sumarísima, del estilo de la de Lucas el Carnicero. Sólo si algún conocido se dirigiera al posible Klaus por su nombre podría salir de dudas, pero tenía la sospecha de que el posible Klaus, como él, viajaba solo.

***

Las ciudades pasaban a más velocidad de lo que Otto deseara. Glattbrugg, Kloten, Bulach. Unos carteles balanceándose sobre los andenes, iluminados por focos amarillentos, que se detenían lo justo para que Otto pudiera deletrearlos y comprobar con angustia su proximidad a la frontera alemana.
El tren, para Otto, se había convertido en una larga serpiente, tan venenoso como el ofidio, en cuyo interior no conseguía obtener la paz ni razonar con un mínimo de cordura. Pasaba de un vagón a otro, escudriñando caras y más caras dentro de los compartimientos, esperando la apertura de las puertas de los retretes para ver si quien salía de ellos guardaba algún parecido con Klaus, entrando y saliendo del vagón cafetería.
─ ¿Encontró por fin su compartimiento, señor?
Era la cuarta vez que tropezaba con el jefe de tren. Había coincidido con él en el primer vagón, en el vagón de cola, mientras esperaba abrirse la puerta de un retrete.
─ ¿Falta mucho para la frontera alemana?
Le miró de forma sospechosa. Lucía un bigote prusiano, ancho y de abundante pelo, cuyas guías luchaban contra la ley de la gravedad; seguramente era un suizo alemán, un disimulado simpatizante del cabo austriaco al que la proverbial neutralidad de su país le estuviera pareciendo una deshonor.
─ Tres estaciones, caballero.
Klaus, Klaus, ¿dónde estás, maldito Klaus? El hombre que estaba sentado entre las dos mujeres se había levantado y se había dirigido al vagón cafetería. No podía ser él, pese a su parecido, imposible aquel tipo de piernas cortas y cierta cojera al andar. Bernstein se lo hubiera dicho, habría hablado de su estatura y de su defecto físico. El otro Klaus seguía asomado a la ventanilla del tren. ¿Qué estaba escudriñando en la oscuridad? Las luces titilantes de las aldeas, perdidas en las montañas, el contorno rojizo de las nubes, sobre el más oscuro cielo, o, simplemente, se escondía, disimulaba, sabiéndose acechado. Se aproximó y, como él, pegó la nariz al cristal de la ventanilla, y mientras lo hacía lo miró de reojo. El posible Klaus temblaba, como si se sintiera amenazado, como si presintiera cercano un peligro. Y a fe cierta que el peligro estaba muy próximo a él, a sólo cincuenta centímetros.
Dejaron atrás la estación de Neuhausen, la última antes de entrar en territorio enemigo.
─ ¿Vuelve a Alemania? ─ le preguntó Otto en alemán.
El posible Klaus giró la cabeza. Estaba muy pálido y le miró sobresaltado mientras tragaba saliva y la nuez se estremecía en su cuello, amenazando estrangularlo.
─ Sí, regreso por un asunto familiar grave. ¿Y usted?
─ Yo debo cerrar un negocio.

***

Tocó la culata de la Luger. Estaba fría. Tan fría como su mano, o su corazón. Acechó, desde una punta del vagón, a que éste se vaciara. La gente entraba en sus compartimientos a recoger sus equipajes y momentáneamente, en el pasillo, que se le antojaba larguísimo sólo estaban él y el presunto Klaus. Montó el arma, bajo la gabardina, quitó el seguro, ajustó con cuidado el silenciador. El tren entró en un túnel, al final del cual estaba Alemania, y aquella era la última ocasión, la única. Avanzó por el pasillo, bamboleándose todo él por los traqueteos del tren, hacia el presunto Klaus que comenzaba a despegarse del vidrio. La víctima hizo un gesto, como una media vuelta, que fue interpretado por Otto como una huida, o un deseo, tal vez, de entrar en su compartimiento a recoger su equipaje para descender del tren y pasar el control aduanero. El disparo no se oiría, ni el grito; los silbidos del tren, el ruido que hacía atravesando el túnel, la rítmica melodía de las traviesas se convertirían en cómplices del asesinato.
─ ¡Klaus! ─ gritó Otto ─ ¡Klaus! ─ volvió a gritar, con voz desgarrada, mientras la distancia entre ambos se acortaba con tanta rapidez como los pies de Otto, adormecidos, que no sentía, se deslizaban por el pasillo.
Hubiera deseado que no se volviera, que se hubiera refugiado en su compartimiento, que le hubiera rectificado y dado otro nombre, pero no fue así. El hombre se volvió y le miró con extrañeza a los ojos.
Entonces disparó Otto sobre él, sin sacar el arma de la gabardina, por entre los botones negros y redondos, un respiradero de su coraza, y vio a Klaus alcanzado de lleno por los impactos caer al suelo tras golpearse la nuca con el vidrio al que había estado apegado durante todo el viaje. Saltó por encima de él, se dirigió al vagón de cola, como alma que lleva el diablo, y de repente el frío que durante tantos días le había invadido desapareció para dejar paso a un calor abrasador.

***

Berstein le había condenado a muerte y Loester estaba allí, con la pistola montada, apuntándole mientras, detrás de él, la única escapatoria era el agua helada del lago Constanza. La organización del interior había caído en peso, se hablaba de un sinfín de ejecuciones, de una purga en el estamento militar proclive a una acción militar contra el Reich, y él, Otto, era el único responsable. Todo se basaba en una cuestión de interpretaciones. En una medida. Bernstein había jurado solemnemente que había proporcionado a Otto toda la información precisa para que pudiera identificar y eliminar a Karl en el viaje de Zurich a Schaffhausen. De nada le había servido a Otto decir que entre la información facilitada por Bernstein había un dato crucial erróneo que había hecho fracasar toda la operación: la estatura de Klaus. Otto había asesinado a un inocente y había sido instrumento en manos de una mente retorcida que jugaba a las dos cartas y libraba su guerra particular. Estaba convencido de que el engaño de Bernstein había sido deliberado, de que el falso judío escapado de la Alemania nazi no era otra cosa que un agente de la Gestapo que se había infiltrado en la organización con el fin de desmembrarla. Pero se llevaría su convicción a la tumba. ¿Quién iba a escucharle? ¿Loester? El ejecutor ya había apretado tres veces el gatillo antes de que Otto pudiera expresar su último pensamiento, y el hijo del señor Glessner se zambulló con tres balas de plomo en el cuerpo en las oscuras y gélidas aguas del lago Constanza como una víctima más de la locura homicida que recorría Europa.
Fin

Por: José Luis Muñoz.

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*El otro Klaus obtuvo un accésit en el II Premio de Relatos Ciudad de Huelva antes de ganar el Premio Valdealgorfa en el año 2008. Ha sido publicado en la revista La Estrella, de La Caixa, La Bolsa de Pipas, revista literaria, .38, magazine del género negro, y por el Ayuntamiento de Zaragoza y Huelva, respectivamente, así como en la revista digital C& M

ENCARNADO

Lluvia, jugos, dedos exploradores
caricias, piel tibia, ojos cerrados,
suspiros, perfumes, cabellos en la frente,
sabores, músculos tensos, muslos rozándos,
espaldas recorridas por manos,
cuellos sabedores de sensaciones,
lenguas intrusas, lenguas receptoras,
senos inocentes, pezones culpables,
palabras que reclaman, poros que responden,
glúteos víctimas de manos que castigan,
brazos compresores, bocas acopladas,
pechos agitados, muros resquebrajados,
muslos desplazados, laberintos lúbricos,
manos contenedoras, sexos contenidos,
caverna habitada por tejidos latientes,
empujes descontrolados,
palabras de ruego, súplicas por más,
orgasmos contenidos, placentera violencia,
torrente, gritos, besos, ahogos, cáliz,
golpes, aprietes, receptar, saciar,
repetir, moldear, fusionar, dar, recibir,
enloquecer, soñar, volar, extasiarse,
ceder, flaquear, besar, suspirar,
tenderse sobre mi, descansar allí,
relajar los latidos, recibir las caricias,
escuchar dos palabras de amor al oído.

Por: Luis Héctor Gerbaldo

Lágrimas

Acarreaba sus lágrimas a todas partes, sin inconvenientes, hasta que se topó con un coleccionista de lágrimas, de ésos que abundan.
El coleccionista de lágrimas quedó deslumbrado e intentó comprárselas con desesperación, pero nunca llegaron a un acuerdo, y él siguió acarreando sus lágrimas a todas partes, sin inconvenientes.
Cuando le llegó la noticia de la muerte del coleccionista a manos de un traficante de lágrimas, él se deshizo de las suyas en el primer charco que encontró, y ya nunca volvió a llorar.


por:Juan Mildenberger

martes, 31 de marzo de 2009

INSOMNIO

Supongo que pocos saben de este transitar por la noche
con un cuchillo en la mano, sin mango, afilado.
Verme a mí misma sangrar, sin saber quién me aferra, me ordena herirme.
Yo trato de soltar el cuchillo pero mi otro yo, supongo;
murmura que lo necesito para el viaje.
La noche es áspera, son ásperas todas; son noches para casar
al fantasma que me desvela.
Caigo de rodillas, con las mejillas, limpio las gotas de sangre
derramada.
Estoy agotada.
Nadie sabe, supongo; cuan agotador es este transitar por la noche.
Se asoma el alba, el cuchillo se me escurre de las manos…
Me levanto y despacio, más muerta que muerta
y más viva que muerta, me dirijo al cuarto.

por: Yamilka Noa

FORTALEZA VULNERABLE

Escucho todo,
el ruido y la confusión se agarran de los pelos
en la habitación callada,
en donde la mujer de un retrato teje su quimera
y el reloj se ha detenido en una hora indeseable:
la del silencio ineludible.

Me siento ajena,
la araña colgada del techo
se ha inventado una escena...

-¡Afuera!-, me grita.

¿De dónde cree ella
que sale el rumor de tormenta que golpea?

¡De mi interior!, yo la enjaulé.

Soy más fuerte que esta casa cáncana
y su egotismo introvertido.

Dentro de mí he encarcelado torbellinos,
demonios,
ladrones de órganos que llegaron al lugar equivocado
porque en mi casa todo es de hierro,
incluso el corazón.

Soy una fortaleza
aunque desgraciadamente escuche todo.

por: Yamilka Noa

Nabokov

Nabokov


Veo a los que van a llevarlo, agrisado
y ciego, bajo un cielo cuyo peso se duplica
y curva las ramas. Son los mismos
que van a llevarme también a mí,
en una mañana de escarcha,
de mí quedará una manzana en un plato,
que se pudrirá sin ser pelada ni comida.
¿Y él, qué es lo que deja?
¿Un temblor silente, un alerce abstracto?
¿Una mariposa inventada,
huellas de bicicletas sobre la arena,
un nido abandonado, un muro nocturno, un pisapapeles?
Desnudo bajo su traje blanco,
ya no verá nacer una nueva palabra
entre moon y moonbeam;
lo cargan en una carretilla de jardinero,
se lo llevan cuesta abajo,
por un sendero, tumbado sobre hojas secas
y tallos quebrados, más allá de fulgores de nácar,
de erratas, sarcasmos y nogales.




Carlos Barbarito

Puto el que lo lea

Tenía 8 años cuando comencé a escribir. Cogí el cuaderno de mi compañera de banca y escribí “PUTO EL QUE LO LEA”; lo escondí dentro de sus útiles para después delatar con el profesor el florido lenguaje de ella: Camila. Harta de sus burlas fue mi forma de ponerle fin, y aunque lloró incesantemente nadie la libró de un reporte. Camila me amenazó de muerte pero yo le enfaticé mi descaro: “Soy mas lista que tú, no pierdas el tiempo, eres una boba.”
La riña continuó unos días después, pero nadie como yo para el drama, así que ante las múltiples acusaciones, resbalé sobre mis mejillas lágrimas y recordé el indicio del mal comportamiento de Camila; esa era su suerte: ser la grosera y mentirosa del salón.
En quinto grado me enamoré de su primo, quien ingresó al colegio por un cambio de casa. Paco era un niño pelirrojo y bravucón, travieso y muy guapo; cuando Camila intuyó mis intenciones quiso prevenirlo pero nadie como yo para coquetear. Paco y yo fuimos novios casi tres semanas, nos animo el poder compartir secretos, yo le confesé ser la mente criminal de todas las fechorías imputadas a su prima; él ser la causa de que sus padres se divorciaran. Cargados de culpa nos dimos nuestro primer beso.
Paco resultó tener una mente más perversa que la mía, ideó dejar huella de su coraje y juntos pintamos en la puerta de la dirección: PUTO EL QUE LO LEA, como sello de su prima. Camila había ido demasiado lejos, se fue suspendida por dos semanas. A Paco le dio miedo compartir y se interesó más por el béisbol, yo fingí poca importancia y me hice novia de su amigo Juan. Aprendí, quién quiere ser culpable vive al límite sus culpas y quién quiere escribir, aunque sea en la puerta de la dirección es un buen inicio.


Angélica Meza
http://angymeza.blogspot.com